Crisis internacionales de entreguerras

Para Europa, los años veinte son los de la estabilización y reconstrucción, de la experimentación de nuevos regímenes políticos, y de un lento acostumbrarse al nuevo orden creado por la guerra, por la revolución bolchevique y por la expansión económica norteamericana. Para los Estados Unidos es “la era de la prosperidad”; son años en los que cosecha los frutos del inmenso aparato industrial, de las infraestructuras construidas durante los cincuenta años anteriores, y del dominio financiero conquistado durante la guerra. La gran república americana se convierte en el centro del capitalismo mundial y en el ejemplo de una sociedad industrial madura que inaugura la era del consumo masivo. Para ello se producen cambios considerables en el mundo del trabajo y en la articulación social de la clase obrera: mayor productividad del trabajo, trabajo fragmentado y sometido al ritmo de la máquina, se amplían y revalorizan las tareas de los técnicos, desde los dirigentes hasta los ingenieros, y crecen las capas intermedias, los “cuellos blancos”, separados del verdadero trabajo manual. La producción en serie y la cadena de montaje se afirman como el sistema capaz de elevar la productividad, reducir los costes y mantener el consumo masivo.
Hacia finales de la década de los veinte, el alza de las cotizaciones de los títulos bursátiles en Nueva York atraía capitales de todo el país y del exterior. Más de cinco millones de acciones cambiaban de manos todos los días; la facilidad del crédito favorecía la especulación. El 24 de octubre de 1929 la tendencia se invirtió, las cotizaciones disminuyeron, y en un solo día se liquidaron trece millones de títulos. En un mes, las cotizaciones cayeron un promedio del 50 por ciento. Había terminado la época de la prosperidad, cuyo símbolo era Wall Street, la sede de la Bolsa. Su quiebra supuso una drástica reducción del crédito que había alimentado el mecanismo del mercado de la nueva sociedad de consumo, y el resultado fue el estancamiento de la producción y las ventas, y un paro masivo. En el lapso de un mes esta crisis se propagó por todo el mundo capitalista con una violencia y una duración sin precedentes. A partir de 1931 ningún país pudo sustraerse a sus repercusiones. La situación contradecía la fe en el progreso, la confiada exaltación del poder económico y militar, y el desarrollo del comercio internacional. La situación política y económica sólo se había estabilizado durante algunos años.
El motivo de una propagación tan amplia de la crisis está, ante todo, en las gigantescas dimensiones asumidas por la producción industrial de Estados Unidos, que por sí sola cubría el 45 por ciento de la mundial. Las importaciones norteamericanas representaban más del 12 por ciento del intercambio mundial. La caída de los precios agrícolas y de las materias primas fue uno de los elementos propagadores de la crisis. De esta manera, se recurrieron a medidas de protección aduanera para atajar la crisis, disminuyendo más aún el intercambio entre 1929 y 1930. La crisis monetaria fue la última etapa de la descomposición de la economía mundial.

Los vanos intentos por encontrar un acuerdo que regulara las transacciones internacionales mostraron hasta qué punto también se había deteriorado la situación política: Japón trataba de resolver sus problemas haciendo la guerra a China; Alemania confiaba su suerte a Hitler; Italia anuncia el nuevo evangelio de la economía corporativa; Gran Bretaña abandonaba el libre cambio y creaba un “área de preferencia imperial”; Estados Unidos experimentaba el New Deal; la Unión Soviética imponía la colectivización forzada de las empresas y se comprometía en un imponente esfuerzo de industrialización. La crisis acentuaba las divisiones del mundo, inspiraba el egoísmo y los antagonismos nacionalistas, reabría las heridas de la reciente guerra, ponía fin a toda esperanza de restauración pacífica, y preparaba las condiciones para el futuro conflicto.

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