La Sociedad de Naciones

Principios, órganos y funcionamiento
Durante la I Guerra Mundial diversos medios intelectuales y pacifistas defendieron la idea de constituir, a la finalización de la guerra, una asociación de Estados como medio para resolver pacíficamente los conflictos internacionales y prevenir una nueva guerra. Este esfuerzo ganó cierto carácter oficial, en particular en los gobiernos británico y norteamericano, deseosos de trasladar a la organización de la paz todo lo que el esfuerzo de la guerra había enseñado en materia de cooperación internacional. Así, cuando el Presidente Wilson presentó al Congreso sus famosos Catorce Puntos, el catorce decía lo siguiente: “Debe formarse una asociación general de naciones, bajo convenios especiales, con el fin de ofrecer garantías recíprocas de independencia política e integridad territorial tanto a los Estados grandes como a los pequeños”. Entre noviembre de 1918, fecha de la firma del armisticio, y enero de 1919, fecha de la apertura de la Conferencia de Paz en París, se publicó una importante contribución a los trabajos encaminados a definir la estructura, funcionamiento y finalidades de la proyectada asociación general de naciones. Su autor, el general Smuts, era un antiguo ministro del Gabinete de Guerra británico, que precisó con claridad las tras funciones esenciales que debía llevar a cabo la nueva institución: la salvaguardia de la paz, la regulación y organización de la creciente red de relaciones internacionales, y ser el gran centro internacional de vida civilizada capaz de garantizar la prevención de la guerra.

Pocos días después de inaugurada la Conferencia de Paz, el Consejo Supremo, formado por los representantes de los Estados Unidos de América, Gran Bretaña, Francia e Italia, adoptó una resolución con varias propuestas para la creación de una Sociedad de Naciones, cuyos fines eran los tres puntos antes expuestos. Se trataba de la creación de un marco institucional para la cooperación internacional y un sistema de seguridad colectiva, capaz de impedir la repetición de una catástrofe como había sido la I Guerra Mundial. Medio año después de la firma del Tratado de Versalles, el Pacto de la Sociedad de Naciones entró en vigor el 10 de enero de 1920. Como el Senado de los Estados Unidos de América no ratificó el Tratado de Versalles, la Sociedad de Naciones nació, paradójicamente, sin la participación del Estado que a través de su Presidente había sido su principal impulsor. Tras la I Guerra Mundial, por tanto, se constituyó la primera Organización Internacional política, cuyo principal objetivo fue garantizar el statu quo surgido de los Tratados de Paz, llamados a establecer un orden internacional estable y equilibrado.
La estructura orgánica de la Sociedad de Naciones, cuya sede quedó establecida en Ginebra, estaba dotada de: a) un Secretariado, inspirado en el de las Uniones Administrativas, pero dotado de un estatuto internacional; el primer Secretario General de la Sociedad de Naciones, Sir Eric Drummond, constituyó una administración auténticamente internacional; b) un órgano plenario, la Asamblea, que se reuniría en épocas fijas y en cualquier otro momento que fuere preciso, cuyas resoluciones se adoptarían por unanimidad, y en el que se expresaba y recogía la aspiración a la igualdad de todos los Estados (grandes, medianos y pequeños); c) un órgano de composición restringida, el Consejo, integrado por miembros permanentes, representantes de las principales Potencias Aliadas y Asociadas, y miembros temporales elegidos por la Asamblea; el Consejo se reuniría cuando las circunstancias lo exigieren y por lo menos una ver al año, y sus decisiones se adoptarían por unanimidad.
El Pacto de la Sociedad de Naciones distinguía entre miembros originarios y miembros admitidos: los primeros figuraban expresamente en el Anejo al Pacto; los segundos podían ser todo Estado, Dominio o Colonia que se gobernase libremente, diese garantías de su intención sincera de observar sus compromisos internacionales y aceptase la reglamentación establecida por la Sociedad de Naciones en lo concerniente a armamentos y fuerzas militares, y si dos terceras partes de la Asamblea se declaraban a favor de su admisión como Estado Miembro. Así, la Sociedad fue concebida como una asociación de y entre Estados. La condición de miembro se perdía por retirada; por disentir de alguna enmienda que modificara el Pacto; por expulsión; finalmente, por pérdida de la condición de comunidad política independiente.

La renuncia a la utilización de la fuerza y el arreglo pacífico de controversias
La Sociedad de Naciones recogía la idea de que un mecanismo internacional institucionalizado podía y debía llevar a cabo un importante papel en la tarea de perfeccionar los procedimientos de la diplomacia tradicional, de modo que la mediación de terceros quedara institucionalizada, por vez primera en la historia, al estar confiada a dos órganos internacionales: la Asamblea y, sobre todo, el Consejo de la Sociedad de Naciones. El Pacto de la Sociedad de Naciones, efectivamente, institucionalizó un sistema de arreglo pacífico de controversias, basado en el principio de que los Estados Miembros convenían en que si surgía entre ellos algún desacuerdo capaz de ocasionar una ruptura, lo someterían al examen del Consejo y de la Asamblea, al arbitraje o al arreglo judicial. Una controversia, por tanto, debía ser sometida al examen de órganos políticos (Consejo o Asamblea), o a la decisión de un Tribunal arbitral o de la Corte Permanente de Justicia Internacional. Esta última, que no fue concebida como órgano de la Sociedad de Naciones aunque su constitución venía prevista en el Pacto, supuso una indudable innovación y un claro testimonio del proceso de institucionalización de los procedimientos jurisdiccionales de arreglo pacífico de controversias.
En las controversias que voluntariamente le fueran sometidas por los Estados, la Corte Permanente de Justicia Internacional debería aplicar las convenciones internacionales, la costumbre internacional y los principios generales de Derecho internacional reconocidos por las naciones civilizadas. Sin embargo, según este mismo Derecho, ningún Estado podía ser obligado a someter sus controversias con otros Estados a la mediación, al arbitraje o a cualquier otro medio de solución pacífica sin su consentimiento. Por esta razón, los Estados Miembros de la Sociedad de Naciones asumieron una obligación de comportamiento en materia de solución pacífica de conflictos: llevar la controversia al Consejo o a la Asamblea, o someterla de común acuerdo al arbitraje o al arreglo judicial. No obstante, puesto que ni el arbitraje ni el arreglo judicial fueron contemplados como los únicos procedimientos de arreglo pacífico, pudieron recurrir al Consejo y a la Asamblea, el papel de la Corte Permanente de Justicia Internacional quedó reducido. Además, este órgano no era un verdadero poder judicial internacional: su jurisdicción contenciosa era voluntaria.
Las lagunas del Pacto de la Sociedad de Naciones en materia de arreglo pacífico de controversias explican las tentativas que pronto se intentaron con el fin de rellenar tales lagunas. Uno de estos intentos fue el Protocolo de Ginebra, que pretendió consagrar la obligación de arreglo pacífico de las controversias: los conflictos que no se sometieran a la Corte Permanente de Justicia Internacional o al arbitraje, se someterían al Consejo de la Sociedad de Naciones, cuyas resoluciones, adoptadas por unanimidad, serían obligatorias para las partes; si el Consejo no llegase a una resolución unánime, nombraría árbitros, a los que las partes estarían obligadas a someter la diferencia, así como a aceptar y cumplir la sentencia o laudo arbitral. Sin embargo, aunque firmando por catorce Estados, el Protocolo jamás llegó a entrar en vigor, ya que chocaba con las exigencias del realismo político.
Una vía más realista fue la seguida por el Acta General para el arreglo pacífico de las diferencias internacionales, Acta General de Arbitraje, adoptada por la Asamblea en septiembre de 1928 y entrada en vigor en agosto de 1929. Su finalidad era extender a los Estados la obligación de recurrir a procedimientos de solución pacífica de las diferencias internacionales. Para ello ofrecía a los Estados la posibilidad de solucionar los conflictos que no hubieran podido ser resueltos por la vía de la negociación a través de tres procedimientos distintos de arreglo pacífico: la conciliación, el arreglo judicial y el arbitraje. La conciliación es un procedimiento de arreglo pacífico caracterizado por la intervención de un tercero imparcial -la Comisión de conciliación- al que se somete el examen de todos los elementos de la controversia, para que proponga a las partes una solución. La propuesta no vincula a las partes, y éstas conserva, por tanto, su libertad de acción y de decisión. Pero el Acta General permitía a los Estados la aceptación de sólo partes de la misma, así como la formulación de reservas, con lo que el consentimiento y la voluntad de los Estados resultaban claves, y el alcance del sistema quedaba muy limitado, teniendo un escaso resultado práctico.

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