Las consecuencias desiguales de la guerra

Las consecuencias de la guerra fueron muy grandes y desiguales en el plano demográfico, económico y social. Entre los caídos, Gran Bretaña registró más de medio millón de muertos; Estados Unidos, Francia e Italia registraron casi 300.000 cada una de ellas; Alemania más de cinco millones; Polonia seis millones; la Unión Soviética unos veinte millones. Entre los peores horrores de la guerra, fruto de la ideología antisemita nazi, se calculan cerca de seis millones de judíos eliminados, la mayoría en los famosos campos de concentración, tales como Dachau o Auschwitz, donde se practicaba el asesinato masivo usando cámaras de gas. La masacre de los judíos quedó como el episodio más estremecedor por la forma en que una de las naciones más civilizadas del mundo pudo combinar una organización técnica de medios de destrucción con una barbarie que Europa jamás había visto en una escala tan masiva.
Es importante subrayar el abismo que separa el sacrificio de vidas humanas de la URSS y de Estados Unidos para la comprensión de los respectivos comportamientos políticos en la inmediata posguerra. La URSS salió del conflicto, por un lado, con un notable poderío militar (con mucha ventaja el ejército europeo más fuerte) y, por otro, con heridas que cicatrizarían en el curso de diez largos años. La Unión Soviética padeció enormes destrozos materiales que inutilizaron cerca del 40 por ciento del potencial productivo, su patrimonio agrícola quedó hecho pedazos, y millares de personas murieron de hambre entre 1946 y 1947. Estados Unidos, sin embargo, terminó la guerra con un número muy limitado de pérdidas y, obviamente, sólo militares. Al contrario de la soviética, su situación económica era floreciente: la producción y los salarios se habían duplicado desde 1939, la renta nacional crecio un 75 por ciento, y el desempleo desaparecido. Estados Unidos controlaba sectores productivos estratégicos, contribuyendo en más del 50 % a la producción mundial de carbón, petróleo y energía eléctrica.
El viejo continente quedó entre las dos potencias. Por un lado, la potencia soviética, encarnada en el Ejército Rojo y en un gran Estado multinacional con un régimen comunista; por otro, la norteamericana, un coloso económico con una estrategia librecambista y democrático-parlamentaria. Como consecuencia de la geografía de los episodios bélicos ocurridos en Europa, el desastre fue mayor a medida que se avanzaba de oeste a este: Alemania, Yugoslavia y Polonia resultaron los países más castigados, pero también el norte y el centro de Italia sufrieron profundas heridas, así como Budapest. Tras la guerra, Europa quedó incapacitada para recuperar su anterior posición de dominio a escala mundial.

No obstante, las dos nuevas potencias estaban interesadas en una rápida estabilización del viejo continente: Estados Unidos, porque temían caer en una crisis masiva de superproducción al acabar la guerra, sin los potentes socios y mercados europeos; la Unión Soviética, porque no deseaba que los Estados europeos, debilitados, cayeran bajo la dependencia de los Estados Unidos en el campo económico. Por ello, los Estados Unidos trataron de ayudar a los europeos a superar sus dificultades económicas nada más finalizar la guerra mediante créditos y suministros de socorro; los dirigentes soviéticos, a través de los partidos comunistas, se esforzaron por movilizar a la población europea en favor de una renuncia al consumo y a una rápida reconstrucción. Una vez restablecidas las comunicaciones y subsanados parcialmente los problemas políticos de organización, la producción debía ponerse nuevamente en marcha con relativa rapidez. De hecho, las economías nacionales europeas experimentarían un resurgimiento general en la segunda mitad de la década de 1940. Desde el punto de vista internacional, Europa podía convertirse en factor estabilizador entre la Unión Soviética y los Estados Unidos, o en objeto y víctima de su enfrentamiento.

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