Los años treinta en Europa
La subida de Hitler y las potencias europeas
Una de las condiciones que favorecieron el rápido ascenso del nacionalismo en Alemania fueron los siete millones de parados que la crisis provocó en la república de Weimar, ligada económicamente a Estados Unidos más que otros países europeos. El fracasado golpe de Estado promovido por los nazis en Munich en 1923 fue una experiencia decisiva. Así, Hitler aprendió que el poder debía conquistarse con una “revolución legal”, evitando golpes de Estado y, sobre todo, enfrentamientos con el ejército. Asimismo, debía obtener una amplia adhesión de las masas a través de la organización y la propaganda. A esta tarea se dedicó Hitler después de la experiencia de 1923 y durante los pocos meses siguientes que pasó en prisión. El juicio sirvió para que su fama se extendiera. Desde entonces Hitler fue el jefe autorizado de las tendencias nacionalistas y revisionistas que nunca habían aceptado el tratado de Versalles y rechazan la república de Weimar, detestada como fruto del fracaso, la derrota y la rendición.
Sin embargo, precisamente entre 1924 y 1929, una vez superado el momento más grave de la crisis desatada por la inflación, se consolidaba el régimen democrático; fueron los años de la recuperación económica y de la política exterior de Stresemann. La muerte de éste en 1929 coincidió con el crecimiento político del partido nacionalsocialista, que en esos años dejó de ser un partido esencialmente de cuadros para transformarse en un partido de masas y en el grupo más dinámico de la “oposición nacional”. En este contexto, Hitler tomó contacto con hombres influyentes de las finanzas y de la industria, y comenzó a ser considerado un instrumento eficaz para luchar contra la democracia de Weimar. La incomparable habilidad oratoria del Führer, y la disciplinada organización de su partido calaban profundamente en la opinión pública. La defensa de los valores nacionales y la lucha contra el comunismo eran las vías de penetración más fáciles. La invocación a las masas, la búsqueda del consenso sobre bases ideológicas, las estructuras organizativas y el activismo propagandístico son aspectos que luego confluirían en el concepto de regímenes totalitarios, con un esquema político monopartidista.
Entre las particularidades del nacionalsocialismo hay que subrayar sus componentes populares y racistas, que caracterizan de una manera muy especial el nacionalismo alemán, su agresividad y su política de potencia. El llamamiento a la unidad del pueblo alemán de raza aria concordaba con el antiguo proyecto de la “gran Alemania” por el que había trabajado Bismarck y que incluía también a los alemanes de Austria. Pero los presupuestos de la ideología nazi, que establecían la diferenciación biológica de la raza, el antisemitismo, la eliminación física de los judíos y el sometimiento de los pueblos eslavos juzgados inferiores, hacía que el proyecto hitleriano y los cuadros de que se alimentaba ya no fueran los mismos. Las clases rurales y la pequeña y mediana burguesía provincianas fueron inicialmente los sectores más sensibles a la propaganda nazi. La prédica “anticapitalista” junto con la obstinada lucha contra el bolchevismo destructor, la defensa de los valores tradicionales y la aversión a los judíos, la exaltación de la patria y la denuncia de la “puñalada por la espalda” que representaban las sanciones impuestas tras la I Guerra Mundial, encontraron eco propicio en los campesinos propietarios temerosos de cualquier alteración del orden territorial, y en las clases burguesas, dramáticamente castigadas por la inflación y por la nueva jerarquía de valores económicos y sociales establecida por la república democrática.
El peso de los sindicatos y la influencia de la socialdemocracia habían crecido mucho, asegurando a los obreros y a las fuerzas del trabajo organizado un prestigio nunca alcanzado hasta entonces, así como la posibilidad de hacer valer sus reivindicaciones económicas. El extremismo radical y violento también se apoderaba de los jóvenes, que constituían el 40 por ciento del partido nazi (mientras que sólo representaban el 20 por ciento de la socialdemocracia). También la profunda fractura de la izquierda, entre socialdemócratas y comunistas, contribuyó a la debilidad de la república. Por último, la gravedad de la crisis económica de 1929, en una Alemania ligada económicamente a Norteamérica, favoreció la difusión del nacionalsocialismo, que atraía a una enorme cantidad de parados. Así, en el verano de 1932, el Estado estaba en plena descomposición, la crisis económica se agudizaba, y campeaban los grupos de choque nazi.
El 30 de enero de 1933 Hitler fue nombrado canciller, el Reichstag fue disuelto, y se limitó la libertad de prensa y de opinión. Poco después se convocaron elecciones y Hitler tomó el poder legal. Se disolvieron todas las organizaciones democráticas y los partidos políticos, se proclamó la fundación del Estado con un partido único, y se concluyó el concordato con la Iglesia católica, asegurando al régimen el apoyo de sus fieles. En el otoño de 1933 los nazis controlaban firmemente todo el poder. La estrategia de Hitler de evitar un enfrentamiento con el ejército estaba dando sus frutos. La “noche de los cuchillos largos”, el 30 de junio de 1934, en la que fueron eliminados a un tiempo los exponentes de la corriente “reformista” del nacionalsocialismo, marcó un acuerdo más o menos tácito entre Hitler y los sectores dirigentes del ejército, cuya tradición militarista buscaba la militarización de las masas, la supremacía racista, la expansión nacionalista, la conquista por el “espacio vital”, y la lucha contra la democracia y el comunismo.
Con respecto a Rusia, las condiciones eran muy diferentes. La dictadura del partido bolchevique se había levantado sobre la quiebra total del Estado y de la sociedad civil, trastornada por el esfuerzo bélico. El partido era el punto de apoyo del nuevo Estado, dando sus cuadros a la nueva burocracia, refundando el ejército, y constituyendo las estructuras de una elemental sociedad civil. En la revolución radical ninguna institución tradicional había conservado un mínimo de autonomía y de poder: la monarquía había sido destruida, la aristocracia eliminada o emigrado, y el ejército disuelto. La dictadura bolchevique había dispersado y eliminado físicamente a la clase política liberal, populista y socialdemócrata. Sólo la Iglesia ortodoxa conservaba una notable influencia, especialmente en las áreas rurales, pero carecía de peso político. La identificación del partido con el nuevo Estado fue, por lo tanto, casi total.
En cambio, el régimen de partido único instituido en Italia se apoyaba en otros fundamentos. En primer lugar, no nacía de una revolución radical. Mussolini dirigía una coalición que tenía mayoría parlamentaria, pero que coexistía con antiguas instituciones, tales como la monarquía, el parlamento, el ejército, la burocracia, los partidos y la Iglesia. Sólo en 1925 comenzó la construcción del Estado con partido único, y se concibió el proyecto de un Estado totalitario. Se suprimió la libertad de expresión y de las organizaciones políticas y sindicales, pero el partido permaneció siempre subordinado a los órganos del Estado: la monarquía representaba un obstáculo a la plena aplicación del Estado totalitario; el ejército y la burocracia permanecían autónomos; la Iglesia conservó su autonomía en el campo doctrinal y dogmático, así como su presencia en la educación, y mantuvo sus propias organizaciónes (Acción Católica).
La prueba de fuerza del fascismo
Después de tres años de gobierno hitleriano, cuando se desarrollaron en Berlín las Olimpiadas de 1936, Alemania presentaba un nuevo rostro al mundo: reinaba el orden, el paro casi había desaparecido, el nivel de vida tendía a aumentar y la producción estaba en franca recuperación. Las grandes democracias occidentales, desde Estados Unidos a Gran Bretaña, todavía sufrían las consecuencias de las crisis. Graves tensiones sociales agitaban a Francia, y España era víctima de una guerra civil.
Una de las principales misiones de la Sociedad de las Naciones era promover el desarme y la seguridad colectiva. Así, en febrero de 1932 se inauguró en Ginebra, sede de la organización, una gran conferencia que contaba con la asistencia de países como Estados Unidos y la Unión Soviética, que no eran miembros de la sociedad. Sin embargo, la conferencia se prolongó durante un año sin resultados importantes. Entretanto, Hitler había asumido el gobierno de Alemania e instaurado su dictadura. En octubre de 1933 decidió retirar la delegación alemana de la conferencia y abandonar la Sociedad de las Naciones. Las posiciones de los vencedores estaban divididas y muy distantes, cada uno persiguiendo sus fines particulares y esperando preservar la paz mediante la confianza en la buena fe de Hitler.
En 1934 Alemania firmó el tratado de no agresión con Polonia, lo cual causó la alarma en el gobierno francés, que estimó que esta alianza era el eje de un nuevo sistema de control en Europa oriental. Por ello, un año más tarde, Francia buscó un punto de apoyo en el este suscribiendo una alianza con la Unión Soviética, ante la hegemonía de Alemania en los Balcanes. Por otro lado, también el canciller austriaco Dollfuss puso fuera de la ley al partido comunista, aniquiló la socialdemocracia, y se aproximó al modelo corporativo y fascista. Sin embargo, también fue ilegalizado el partido nazi, que amenazaba la independencia de Austria, lo cual dificultó la expansión nazi. Cuando Hitler decidió restablecer el servicio militar obligatorio e iniciar abiertamente el rearme, en 1935 se celebró una conferencia anglo-franco-italiana para garantizar la integridad territorial de Austria y propugnar la creación de un frente antialemán (pacto de Stresa). Se trataba, no obstante, de un acuerdo plagado de malentendidos que no tardó en demostrar su debilidad. De hecho, Gran Bretaña violó las cláusulas de Versalles al firmar con Alemania un acuerdo naval por el que se permitía a Alemania la construcción de una flota de guerra con la condición de que no superase el 35 por ciento de la flota británica.
En 1936, Italia desafió a la Sociedad de Naciones conquistando Etiopía, y las tropas alemanas entraron en Renania que, según los tratados, debía ser una zona desmilitarizada. Se presentaron algunas notas de protesta, pero no se emprendió ninguna acción, con lo que la Sociedad de Naciones quedó desautorizada. La condena de Francia y Gran Bretaña hacia Italia por la agresión contra Etiopía hizo que el gobierno italiano se acercara a Hitler, que no dejaba de estimular el orgullo de Mussolini, demostrándole su respeto y reconociéndole como precursor de muchas posiciones ideológicas de los nazis.
A partir de 1936, la influencia de Alemania creció con la consolidación del nacional-socialismo y la recuperación económica. Uno a uno fueron cayendo los fundamentos en los que se apoyaba la política francesa en Europa oriental, y sólo Checoslovaquia resistió con un régimen democrático parlamentario. La Polonia del mariscal Pilsudski prefería a su vecino alemán a la Rusia soviética. Yugoslavia adoptó el modelo fascista tras el prestigio de Mussolini con la empresa etíope. Hungría se sumó a los movimientos antisemitas. Austria fue anexionada al Reich nazi en 1938. Así, los regímenes democrático-parlamentarios no encontraron un terreno apto para desarrollarse, y los autoritarios y “totalitarios”, modelados según el ejemplo fascista y nazi, parecían tener un porvenir prometedor. La solidaridad de la nación, siempre pronta a levantarse en armas, superaba la lucha de clases; el orden jerárquico y la voluntad del jefe sustituían la representación política; las masas eran encuadradas y adiestradas política y militarmente en este nuevo movimiento nacionalista.
La guerra civil española
España había permanecido neutral durante la I Guerra Mundial, pero no por ello había encontrado soluciones a los graves problemas que aquejaban su vida interna. Fuertes tensiones sociales agitaban el país, cuya unidad política y territorial estaba amenazada por la diversidad de sus regiones y las reivindicaciones autonómicas. Cataluña era económicamente la región más avanzada; en Barcelona se habían desarrollado los movimientos de izquierda más aguerridos, y prosperaban tendencias autonomistas fundadas en antiguas tradiciones.
En septiembre de 1923, el general Primo de Rivera, que había tomado el poder con el apoyo del rey Alfonso XIII, constituyó un régimen autoritario basado en el respaldo del ejército, aunque no sin ciertas resistencias. Tras su muerte en 1930, no fue posible mantener la dictadura, y la monarquía misma fue arrollada por el voto popular en 1931, que dio una amplia mayoría a los republicanos guiados por Alcalá Zamora. El nuevo Estado republicano, nacido de un arrebato del espíritu radical y anticlerical, pretendía asentar la nueva administración sobre bases laicas, separando al Estado de la Iglesia y limitando la influencia que tenían la enseñanza religiosa y el clero en la vida social del país. También proyectaba una reforma agraria y la nacionalización de los servicios públicos. Pero el país estaba profundamente dividido, y las mismas fuerzas de la izquierda estaban muy lejos de coincidir, de modo que se sucedieron revueltas importantes en Sevilla, Barcelona y el País Vasco.
En las elecciones de 1933 los socialistas perdieron casi la mitad de los escaños y se afirmó el grupo de las derechas autonomistas encabezados por Gil Robles. El enfrentamiento entre el jefe de la mayoría parlamentaria, Gil Robles, y el presidente de la república, Alcalá Zamora, determinó la parálisis del gobierno y la disolución de las Cortes. Estallaron motines anarquistas en Barcelona, y hubo levantamientos en el País Vasco. Por esta razón, se formó el Frente Popular, una coalición de todas las fuerzas de la izquierda, que venció en las elecciones de abril de 1936. No obstante, tanto las fuerzas de izquierda, en las que prevalecían los comunistas y los anarquistas, como los de derecha, mantenían posiciones muy radicales, dividiendo profundamente al país. Los grandes propietarios -caso toda la Iglesia católica y las jerarquías militares- veían una amenaza mortal en la victoria del frente, por lo que algunas unidades del ejército se rebelaron con el fin de apoderarse de las mayores ciudades españolas. La resistencia popular y la fidelidad de algunas guarniciones a la república impidieron que el golpe tuviera un éxito completo. El general Francisco Franco fue nombrado jefe de la rebelión “nacional”, y marchó con las tropas estacionadas en Marruecos sobre Sevilla. El gobierno republicano, en cambio, contaba con el apoyo de Madrid, Barcelona y Valencia, contrarias al programa centralista y autoritario de los nacionales.
En agosto, Franco fue proclamado “Caudillo”, título que indicaba la orientación filofascista del régimen. La exaltación de la unidad y de las tradiciones nacionales lo acercaba al fascismo contando, además, con el apoyo de la Iglesia. Alemania e Italia apoyaron a los nacionales, y la Unión Soviética a los republicanos; pero la balanza de las fuerzas se inclinó finalmente a favor de los primeros y a finales de marzo de 1939 ya habían caído todas las principales bases republicanas. El éxito de Franco reforzó la convicción de que el avance del fascismo y de sus aliados en Europa y en el mundo era imparable.
Una de las condiciones que favorecieron el rápido ascenso del nacionalismo en Alemania fueron los siete millones de parados que la crisis provocó en la república de Weimar, ligada económicamente a Estados Unidos más que otros países europeos. El fracasado golpe de Estado promovido por los nazis en Munich en 1923 fue una experiencia decisiva. Así, Hitler aprendió que el poder debía conquistarse con una “revolución legal”, evitando golpes de Estado y, sobre todo, enfrentamientos con el ejército. Asimismo, debía obtener una amplia adhesión de las masas a través de la organización y la propaganda. A esta tarea se dedicó Hitler después de la experiencia de 1923 y durante los pocos meses siguientes que pasó en prisión. El juicio sirvió para que su fama se extendiera. Desde entonces Hitler fue el jefe autorizado de las tendencias nacionalistas y revisionistas que nunca habían aceptado el tratado de Versalles y rechazan la república de Weimar, detestada como fruto del fracaso, la derrota y la rendición.
Sin embargo, precisamente entre 1924 y 1929, una vez superado el momento más grave de la crisis desatada por la inflación, se consolidaba el régimen democrático; fueron los años de la recuperación económica y de la política exterior de Stresemann. La muerte de éste en 1929 coincidió con el crecimiento político del partido nacionalsocialista, que en esos años dejó de ser un partido esencialmente de cuadros para transformarse en un partido de masas y en el grupo más dinámico de la “oposición nacional”. En este contexto, Hitler tomó contacto con hombres influyentes de las finanzas y de la industria, y comenzó a ser considerado un instrumento eficaz para luchar contra la democracia de Weimar. La incomparable habilidad oratoria del Führer, y la disciplinada organización de su partido calaban profundamente en la opinión pública. La defensa de los valores nacionales y la lucha contra el comunismo eran las vías de penetración más fáciles. La invocación a las masas, la búsqueda del consenso sobre bases ideológicas, las estructuras organizativas y el activismo propagandístico son aspectos que luego confluirían en el concepto de regímenes totalitarios, con un esquema político monopartidista.
Entre las particularidades del nacionalsocialismo hay que subrayar sus componentes populares y racistas, que caracterizan de una manera muy especial el nacionalismo alemán, su agresividad y su política de potencia. El llamamiento a la unidad del pueblo alemán de raza aria concordaba con el antiguo proyecto de la “gran Alemania” por el que había trabajado Bismarck y que incluía también a los alemanes de Austria. Pero los presupuestos de la ideología nazi, que establecían la diferenciación biológica de la raza, el antisemitismo, la eliminación física de los judíos y el sometimiento de los pueblos eslavos juzgados inferiores, hacía que el proyecto hitleriano y los cuadros de que se alimentaba ya no fueran los mismos. Las clases rurales y la pequeña y mediana burguesía provincianas fueron inicialmente los sectores más sensibles a la propaganda nazi. La prédica “anticapitalista” junto con la obstinada lucha contra el bolchevismo destructor, la defensa de los valores tradicionales y la aversión a los judíos, la exaltación de la patria y la denuncia de la “puñalada por la espalda” que representaban las sanciones impuestas tras la I Guerra Mundial, encontraron eco propicio en los campesinos propietarios temerosos de cualquier alteración del orden territorial, y en las clases burguesas, dramáticamente castigadas por la inflación y por la nueva jerarquía de valores económicos y sociales establecida por la república democrática.
El peso de los sindicatos y la influencia de la socialdemocracia habían crecido mucho, asegurando a los obreros y a las fuerzas del trabajo organizado un prestigio nunca alcanzado hasta entonces, así como la posibilidad de hacer valer sus reivindicaciones económicas. El extremismo radical y violento también se apoderaba de los jóvenes, que constituían el 40 por ciento del partido nazi (mientras que sólo representaban el 20 por ciento de la socialdemocracia). También la profunda fractura de la izquierda, entre socialdemócratas y comunistas, contribuyó a la debilidad de la república. Por último, la gravedad de la crisis económica de 1929, en una Alemania ligada económicamente a Norteamérica, favoreció la difusión del nacionalsocialismo, que atraía a una enorme cantidad de parados. Así, en el verano de 1932, el Estado estaba en plena descomposición, la crisis económica se agudizaba, y campeaban los grupos de choque nazi.
El 30 de enero de 1933 Hitler fue nombrado canciller, el Reichstag fue disuelto, y se limitó la libertad de prensa y de opinión. Poco después se convocaron elecciones y Hitler tomó el poder legal. Se disolvieron todas las organizaciones democráticas y los partidos políticos, se proclamó la fundación del Estado con un partido único, y se concluyó el concordato con la Iglesia católica, asegurando al régimen el apoyo de sus fieles. En el otoño de 1933 los nazis controlaban firmemente todo el poder. La estrategia de Hitler de evitar un enfrentamiento con el ejército estaba dando sus frutos. La “noche de los cuchillos largos”, el 30 de junio de 1934, en la que fueron eliminados a un tiempo los exponentes de la corriente “reformista” del nacionalsocialismo, marcó un acuerdo más o menos tácito entre Hitler y los sectores dirigentes del ejército, cuya tradición militarista buscaba la militarización de las masas, la supremacía racista, la expansión nacionalista, la conquista por el “espacio vital”, y la lucha contra la democracia y el comunismo.
Con respecto a Rusia, las condiciones eran muy diferentes. La dictadura del partido bolchevique se había levantado sobre la quiebra total del Estado y de la sociedad civil, trastornada por el esfuerzo bélico. El partido era el punto de apoyo del nuevo Estado, dando sus cuadros a la nueva burocracia, refundando el ejército, y constituyendo las estructuras de una elemental sociedad civil. En la revolución radical ninguna institución tradicional había conservado un mínimo de autonomía y de poder: la monarquía había sido destruida, la aristocracia eliminada o emigrado, y el ejército disuelto. La dictadura bolchevique había dispersado y eliminado físicamente a la clase política liberal, populista y socialdemócrata. Sólo la Iglesia ortodoxa conservaba una notable influencia, especialmente en las áreas rurales, pero carecía de peso político. La identificación del partido con el nuevo Estado fue, por lo tanto, casi total.
En cambio, el régimen de partido único instituido en Italia se apoyaba en otros fundamentos. En primer lugar, no nacía de una revolución radical. Mussolini dirigía una coalición que tenía mayoría parlamentaria, pero que coexistía con antiguas instituciones, tales como la monarquía, el parlamento, el ejército, la burocracia, los partidos y la Iglesia. Sólo en 1925 comenzó la construcción del Estado con partido único, y se concibió el proyecto de un Estado totalitario. Se suprimió la libertad de expresión y de las organizaciones políticas y sindicales, pero el partido permaneció siempre subordinado a los órganos del Estado: la monarquía representaba un obstáculo a la plena aplicación del Estado totalitario; el ejército y la burocracia permanecían autónomos; la Iglesia conservó su autonomía en el campo doctrinal y dogmático, así como su presencia en la educación, y mantuvo sus propias organizaciónes (Acción Católica).
La prueba de fuerza del fascismo
Después de tres años de gobierno hitleriano, cuando se desarrollaron en Berlín las Olimpiadas de 1936, Alemania presentaba un nuevo rostro al mundo: reinaba el orden, el paro casi había desaparecido, el nivel de vida tendía a aumentar y la producción estaba en franca recuperación. Las grandes democracias occidentales, desde Estados Unidos a Gran Bretaña, todavía sufrían las consecuencias de las crisis. Graves tensiones sociales agitaban a Francia, y España era víctima de una guerra civil.
Una de las principales misiones de la Sociedad de las Naciones era promover el desarme y la seguridad colectiva. Así, en febrero de 1932 se inauguró en Ginebra, sede de la organización, una gran conferencia que contaba con la asistencia de países como Estados Unidos y la Unión Soviética, que no eran miembros de la sociedad. Sin embargo, la conferencia se prolongó durante un año sin resultados importantes. Entretanto, Hitler había asumido el gobierno de Alemania e instaurado su dictadura. En octubre de 1933 decidió retirar la delegación alemana de la conferencia y abandonar la Sociedad de las Naciones. Las posiciones de los vencedores estaban divididas y muy distantes, cada uno persiguiendo sus fines particulares y esperando preservar la paz mediante la confianza en la buena fe de Hitler.
En 1934 Alemania firmó el tratado de no agresión con Polonia, lo cual causó la alarma en el gobierno francés, que estimó que esta alianza era el eje de un nuevo sistema de control en Europa oriental. Por ello, un año más tarde, Francia buscó un punto de apoyo en el este suscribiendo una alianza con la Unión Soviética, ante la hegemonía de Alemania en los Balcanes. Por otro lado, también el canciller austriaco Dollfuss puso fuera de la ley al partido comunista, aniquiló la socialdemocracia, y se aproximó al modelo corporativo y fascista. Sin embargo, también fue ilegalizado el partido nazi, que amenazaba la independencia de Austria, lo cual dificultó la expansión nazi. Cuando Hitler decidió restablecer el servicio militar obligatorio e iniciar abiertamente el rearme, en 1935 se celebró una conferencia anglo-franco-italiana para garantizar la integridad territorial de Austria y propugnar la creación de un frente antialemán (pacto de Stresa). Se trataba, no obstante, de un acuerdo plagado de malentendidos que no tardó en demostrar su debilidad. De hecho, Gran Bretaña violó las cláusulas de Versalles al firmar con Alemania un acuerdo naval por el que se permitía a Alemania la construcción de una flota de guerra con la condición de que no superase el 35 por ciento de la flota británica.
En 1936, Italia desafió a la Sociedad de Naciones conquistando Etiopía, y las tropas alemanas entraron en Renania que, según los tratados, debía ser una zona desmilitarizada. Se presentaron algunas notas de protesta, pero no se emprendió ninguna acción, con lo que la Sociedad de Naciones quedó desautorizada. La condena de Francia y Gran Bretaña hacia Italia por la agresión contra Etiopía hizo que el gobierno italiano se acercara a Hitler, que no dejaba de estimular el orgullo de Mussolini, demostrándole su respeto y reconociéndole como precursor de muchas posiciones ideológicas de los nazis.
A partir de 1936, la influencia de Alemania creció con la consolidación del nacional-socialismo y la recuperación económica. Uno a uno fueron cayendo los fundamentos en los que se apoyaba la política francesa en Europa oriental, y sólo Checoslovaquia resistió con un régimen democrático parlamentario. La Polonia del mariscal Pilsudski prefería a su vecino alemán a la Rusia soviética. Yugoslavia adoptó el modelo fascista tras el prestigio de Mussolini con la empresa etíope. Hungría se sumó a los movimientos antisemitas. Austria fue anexionada al Reich nazi en 1938. Así, los regímenes democrático-parlamentarios no encontraron un terreno apto para desarrollarse, y los autoritarios y “totalitarios”, modelados según el ejemplo fascista y nazi, parecían tener un porvenir prometedor. La solidaridad de la nación, siempre pronta a levantarse en armas, superaba la lucha de clases; el orden jerárquico y la voluntad del jefe sustituían la representación política; las masas eran encuadradas y adiestradas política y militarmente en este nuevo movimiento nacionalista.
La guerra civil española
España había permanecido neutral durante la I Guerra Mundial, pero no por ello había encontrado soluciones a los graves problemas que aquejaban su vida interna. Fuertes tensiones sociales agitaban el país, cuya unidad política y territorial estaba amenazada por la diversidad de sus regiones y las reivindicaciones autonómicas. Cataluña era económicamente la región más avanzada; en Barcelona se habían desarrollado los movimientos de izquierda más aguerridos, y prosperaban tendencias autonomistas fundadas en antiguas tradiciones.
En septiembre de 1923, el general Primo de Rivera, que había tomado el poder con el apoyo del rey Alfonso XIII, constituyó un régimen autoritario basado en el respaldo del ejército, aunque no sin ciertas resistencias. Tras su muerte en 1930, no fue posible mantener la dictadura, y la monarquía misma fue arrollada por el voto popular en 1931, que dio una amplia mayoría a los republicanos guiados por Alcalá Zamora. El nuevo Estado republicano, nacido de un arrebato del espíritu radical y anticlerical, pretendía asentar la nueva administración sobre bases laicas, separando al Estado de la Iglesia y limitando la influencia que tenían la enseñanza religiosa y el clero en la vida social del país. También proyectaba una reforma agraria y la nacionalización de los servicios públicos. Pero el país estaba profundamente dividido, y las mismas fuerzas de la izquierda estaban muy lejos de coincidir, de modo que se sucedieron revueltas importantes en Sevilla, Barcelona y el País Vasco.
En las elecciones de 1933 los socialistas perdieron casi la mitad de los escaños y se afirmó el grupo de las derechas autonomistas encabezados por Gil Robles. El enfrentamiento entre el jefe de la mayoría parlamentaria, Gil Robles, y el presidente de la república, Alcalá Zamora, determinó la parálisis del gobierno y la disolución de las Cortes. Estallaron motines anarquistas en Barcelona, y hubo levantamientos en el País Vasco. Por esta razón, se formó el Frente Popular, una coalición de todas las fuerzas de la izquierda, que venció en las elecciones de abril de 1936. No obstante, tanto las fuerzas de izquierda, en las que prevalecían los comunistas y los anarquistas, como los de derecha, mantenían posiciones muy radicales, dividiendo profundamente al país. Los grandes propietarios -caso toda la Iglesia católica y las jerarquías militares- veían una amenaza mortal en la victoria del frente, por lo que algunas unidades del ejército se rebelaron con el fin de apoderarse de las mayores ciudades españolas. La resistencia popular y la fidelidad de algunas guarniciones a la república impidieron que el golpe tuviera un éxito completo. El general Francisco Franco fue nombrado jefe de la rebelión “nacional”, y marchó con las tropas estacionadas en Marruecos sobre Sevilla. El gobierno republicano, en cambio, contaba con el apoyo de Madrid, Barcelona y Valencia, contrarias al programa centralista y autoritario de los nacionales.
En agosto, Franco fue proclamado “Caudillo”, título que indicaba la orientación filofascista del régimen. La exaltación de la unidad y de las tradiciones nacionales lo acercaba al fascismo contando, además, con el apoyo de la Iglesia. Alemania e Italia apoyaron a los nacionales, y la Unión Soviética a los republicanos; pero la balanza de las fuerzas se inclinó finalmente a favor de los primeros y a finales de marzo de 1939 ya habían caído todas las principales bases republicanas. El éxito de Franco reforzó la convicción de que el avance del fascismo y de sus aliados en Europa y en el mundo era imparable.